La situación de especial vulnerabilidad que sufren las mujeres bajo el sistema tiene varias formas de hacerse visible; una de ellas es la feminización de la pobreza.
El trabajo remunerado de las mujeres bajo el capital no supuso en forma alguna
nuestra liberación del trabajo del hogar, sino que cargó sobre nuestros hombros el peso del trabajo
reproductivo de la familia al tiempo que se nos reservaba un mundo laboral especialmente precario.
El trabajo reproductivo que realizan las mujeres dentro del hogar, de forma gratuita o muy precariamente remunerada, suponen la reproducción de la fuerza de trabajo, no sólo en el día a día sino también en un aspecto puramente generacional, creando nueva mano de obra. El trabajo doméstico, innegablemente feminizado, es necesario bajo el sistema capitalista asegurando la nueva extracción de plusvalía y con ello la reproducción en sí del capital.
Pero además del trabajo doméstico, debe analizarse también la esfera extradoméstica y la salida de la mujer al mundo laboral. Desde la Revolución Industrial la mujer está insertada en la esfera de la producción social, pero quedando siempre relegada a trabajos menos remunerados, precarios y con una
alta tasa de destrucción durante las crisis económicas, engrosando no sólo las filas del proletariado sino también del ejército industrial de reservaPese a ello, la inserción en el mundo laboral no supuso una reducción de sus cargas y responsabilidades domésticas, sino que el trabajo tanto dentro como fuera de la unidad familiar se sumaron, quedando obligadas a realizar la que hoy en día se conoce como la doble jornada laboral. La mujer así queda doblemente explotada por el capital, como reproductora en el ámbito doméstico y como productora en el ámbito extradoméstico.
Debe hacerse hincapié en la cuestión de la ocupación femenina en trabajos precarios e inestables. La llamada feminización de la pobreza responde no solo a la feminización de la pobreza en sí, sino también a la feminización de muchos otros aspectos que derivan en esta pobreza, como lo son la feminización del trabajo parcial y temporal, de la terciarización y de la subcontratación, de la brecha salarial, del trabajo no remunerado, de la desocupación, etc. Las mujeres trabajadoras en muchas ocasiones se ven obligadas a aceptar empleos en peores condiciones, tanto salariales como laborales, a cambio de una flexibilidad que les permita conciliar el trabajo doméstico y el trabajo remunerado.
El concepto de “feminización de la pobreza” fue acuñado en 1978 en Estados Unidos, a manos de la investigadora Diana Pearce que en su trabajo “The feminization of poverty: women, work, and welfare” centró su investigación en la correlación existente entre el deterioro de las condiciones de vida (en términos de pobreza, por cantidad de ingresos) y el aumento de los hogares encabezados por mujeres en los Estados Unidos (que subió cuatro puntos porcentuales en poco más de dos décadas).
La feminización de la pobreza se puede definir entonces como: 1) predominio de las mujeres entre la población empobrecida, 2) existencia de causas de pobreza que responden a un claro sesgo de género, 3) tendencia al empobrecimiento de las mujeres, 4) visibilidad de la pobreza femenina, teniendo en consideración la distribución de ésta dentro de la unidad doméstica y no abstrayendo el objeto del análisis en el hogar.
MUJER Y POBREZA, EN DATOS.
Recopilando todo lo anterior, los factores que potencian a la feminización de la pobreza son tanto las condiciones desfavorables del mercado de trabajo y la doble jornada laboral (dentro y fuera del ámbito doméstico), como la reestructuración que está sufriendo la estructura familiar en las últimas décadas. Así, cerca del 85% de las familias monoparentales están encabezadas por una mujer, a lo que sumándole la precariedad e inestabilidad laboral anteriormente mencionada, provoca una gran relación entre este modelo familiar y la tasa de pobreza y exclusión social.
No es sólo el hecho de que el principal sustentador de la familia monoparental sea una mujer que, al mismo tiempo, es una trabajadora empujada a trabajos precarios, inestables y “flexibles”, sino que estas mismas condiciones laborales empujan y derivan en una situación desfavorable en cuanto a prestaciones sociales, no pudiendo acceder a ayudas o prestaciones que aseguren un mínimo de subsistencia o teniendo que recurrir a prestaciones no contributivas.
Así, la mujer trabajadora entra en una espiral de estar avocada al trabajo precario que no sólo no le permite sustentar a las personas dependientes de la unidad familiar sino que también la empuja a no poder acceder a unas prestaciones sociales que aseguren mínimamente su subsistencia, del mismo modo que debe renunciar a trabajos más estables en pos a una falsa flexibilización que le permita compatibilizar ese trabajo (mal) remunerado con su trabajo no remunerado dentro del hogar.
Esta situación puede hacerse muy visual atendiendo a los datos. Así, según muestra el INE y, concretamente, la Encuesta de Población Activa de 2018:
- El 90% de las personas que no trabajan por dedicarse a las tareas del hogar, son mujeres. 3.389.900 mujeres frente a 371.400 hombres.
- La tasa de desempleo femenino se situó en un 4% más respecto al desempleo masculino, así como la ocupación era en un 55% masculina frente a un 45% femenina.
- El 95% de las personas ocupadas a tiempo parcial para poder compatibilizarlo con el cuidado de personas dependientes, son mujeres. 263.900 mujeres ocupadas a media jornada frene a 14.100 hombres.
- La brecha salarial se sitúa en aproximadamente un 23%, lo que deriva en una diferencia del 43% en el cobro de pensiones.
- La tasa de riesgo de pobreza y exclusión social, en 2019, también sitúa a las mujeres en situación de desventaja:
Del mismo modo, el índice de pobreza se dispara en aquellos hogares de familias monoparentales, elevándose hasta un 47,9%. El 84% de estos hogares están encabezados por mujeres, por lo que la pobreza asociada a la monoparentalidad es, esencialmente, femenina.
MUJER Y POBREZA EN TIEMPOS DE COVID.
Esta situación, en tiempos de pandemia, sólo hace que agravarse. Debido a la situación provocada por la crisis sanitaria, las mujeres, sobre las que recaen esencialmente los trabajos de cuidados, han sido aquéllas que más han sufrido la exposición al virus en primera línea. Es por ello que el COVID-19 no sólo ha supuesto un prejuicio para nosotras a nivel económico, sino también ha supuesto un gran ataque a nuestra salud.
Atendiendo a los datos recopilados por UGT Feminista en su informe “Mujeres al frente, mujeres a la retaguardia. Covid-19, empleo y protección social”, el 56,16% de las personas afectadas por el virus son mujeres, siete de cada diez en la franja de edad entre los 20 y los 29 años, así como una mayor incidencia general en las mujeres entre los 20 y los 60 años.
Los trabajos esenciales durante la pandemia son los altamente feminizados, concentrándose el empleo de las mujeres en comercio, sanidad y servicios sociales, educación y hostelería. En total, un 51% de las mujeres ocupadas lo hace en alguno de estos sectores.
Los trabajos esenciales durante la pandemia son los altamente feminizados, concentrándose el empleo de las mujeres en comercio, sanidad y servicios sociales, educación y hostelería. En total, un 51% de las mujeres ocupadas lo hace en alguno de estos sectores.
Los trabajos esenciales durante la pandemia son los altamente feminizados, concentrándose el empleo de las mujeres en comercio, sanidad y servicios sociales, educación y hostelería. En total, un 51% de las mujeres ocupadas lo hace en alguno de estos sectores.
Así, las mujeres no sólo han sido las que han protagonizado aquellos trabajos fundamentales durante la primera ola, como lo son las sanitarias, cuidadoras o limpiadoras, sino que también ocupan la mayoría en aquellos trabajos más castigados por la destrucción de empleo, como lo son la hostelería y el comercio.
Las mujeres llegan a superar el 80% de ocupación en determinadas actividades de primera línea, como lo son las empleadas del hogar, las actividades de servicios sociales, las sanitarias en residencias de ancianos, y el 70% en actividades sanitarias y servicios sociales.
Pese a ello, y pese al reconocimiento que recibió todo el sector sanitario desde nuestros balcones durante la etapa más dura del confinamiento, el trabajo femenino en este campo sigue siendo especialmente minusvalorado, llegando a existir una brecha salarial del 29% respecto a sus compañeros de trabajo.
Es especialmente destacable la situación a la que se han visto sometidas las empleadas del hogar, un sector que históricamente y de forma previa a la pandemia se ha visto siempre atacado por unas condiciones laborales de altísima precariedad e inestabilidad. Durante el confinamiento se vieron situaciones de absoluta vulnerabilidad, en el que las internas se vieron literalmente secuestradas en muchos casos por el temor de las familias de los dependientes al contagio, en otros casos las internas fueron despedidas sin mayor protección. Toda esta inseguridad viene respaldada por la situación irregular que viven la gran mayoría de empleadas del hogar. Se estima que casi 70.000 hogares cuentan con un servicio doméstico, sólo el 9% de ellos un servicio doméstico interno pero, en 2017, sólo había algo menos de 30.000 afiliadas a la Seguridad Social en este sector. Hablamos de afiliadas, pues el 95,6% eran mujeres (“La igualdad en época de pandemia. El impacto de la COVID-19 desde una perspectiva de género”, Emakunde- Instituto Vasco de la Mujer. Julio, 2020). Por ello, durante la crisis sanitaria, más de la mitad no pudieron ni podrán acceder a subsidios extraordinarios así como acceder a ninguna prestación por encontrarse en situación irregular.
Así, el sesgo de género también se marca en la cuestión asistencial. De las mujeres beneficiarias de prestaciones por desempleo, sólo el 41% tienen una prestación contributiva frente al 58% que cobran un subsidio. Del mismo modo, la brecha salarial también se refleja en la cuantía media bruta de las prestaciones por desempleo, siendo el de los hombres 30,71 euros diarios frente a los 26,11 euros diarios recibidos por las mujeres.
El derecho a la prestación contributiva también dispara los datos de las mujeres como paradas de larga duración, predominando los hombres como beneficiarios en la franja de los 16 primeros meses y revirtiéndose completamente esta situación entre los 16 y los 24.
CONCLUSIONES
La feminización de la pobreza es una más de las expresiones de la interacción entre relaciones de género y relaciones de producción. La situación de vulnerabilidad que vive continuamente la mujer trabajadora la convierte en carne de cañón para el capitalismo, aprovechándose de ella como cuidadora en el ámbito doméstico para la reproducción de la clase trabajadora y con ello, de capital y de extracción de plusvalía, y también como mano de obra absolutamente precarizada debido a la necesidad de conciliación. Precarización bajo el sobrenombre de flexibilización.
Esta doble explotación sólo terminará cuando se supere el sistema que permite su existencia. El capitalismo, como se mencionaba al principio del texto, necesita de la opresión de género para poder reproducir su explotación. Así, la lucha por reformas podrán suponer una leve mejora en la vida de las mujeres trabajadoras, pero nunca atacarán ni mucho menos a la raíz del problema. Para superar la opresión, debe superarse la explotación de la sustenta, la explotación como clase trabajadora.
La involucración de la mujer en la producción social ha asentado las bases para su emancipación, el modo de producción capitalista necesita de la subyugación del trabajo reproductivo, siendo las mujeres empujadas a su realización, bien de forma gratuita dentro del hogar o bien de forma mal remunerada y precarizada fuera de éste.
La liberación de la mujer del llamado yugo doméstico sólo se dará mediante la socialización de los trabajos de cuidados, que permitirá acabar de una vez con todas con la reclusión de la mujer al ámbito doméstico y esta doble explotación por parte del capital. Nuestra emancipación como mujeres nunca se superará mediante la lucha exclusiva contra la opresión, sino mediante la lucha contra el germen de todas las opresiones, la explotación como clase trabajadora. Sólo mediante la organización y la lucha la mujer trabajadora podrá desarrollarse plena y libremente en condiciones de igualdad junto con sus compañeros hombres, siendo el capitalismo el verdadero enemigo a combatir. Nuestra clase, nuestra lucha.
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