REDACCIÓN AND
12 DE AGOSTO DE 2020
El
pasado sábado 08/08, Brasil alcanzó la impactante marca de 100 mil
muertes como consecuencia del Covid-19, principalmente por el abandono
por parte del Estado. Es una especie de manipulación macabra, de hecho:
dado el atroz subregistro y el esfuerzo oficial por defraudar los datos,
hemos superado este número durante algún tiempo. En cualquier caso,
este es el registro histórico.
Sí, en Brasil se practica un
genocidio sistemático contra nuestras poblaciones subyugadas
secularmente, en el campo y en la ciudad. El exterminio de los pueblos
originarios, la diáspora de los campesinos hacia los grandes centros
urbanos, el asentamiento de estos últimos, sometiendo a millones de
personas a las condiciones de existencia más intolerables: este ha sido
el modus operandi del viejo y genocida Estado brasileño. Es una política
sistemática y continua de guerra no declarada contra las masas, que ha
ido acumulando ríos de sangre y también el saqueo voraz de todas
nuestras incalculables riquezas. La gran mayoría de los asesinados como
resultado del Covid-19 son los de la misma tierra, anónimos, invisibles.
En cualquier caso, estas muertes están lejos de ser naturales.
Pero
durante 21 años, en nuestra historia reciente, sin embargo, se asumió
como una doctrina oficial: entre 1964-1985, fuimos gobernados por un
régimen militar fascista, uno de los más atroces del mundo, asesinato,
desaparición forzada de opositores y exportador de técnicas de tortura a
otros países de América del Sur. Con el apoyo del imperialismo yanqui,
que desató una operación de guerra llamada Hermano Sam para desembarcar a
los marines si la resistencia era generalizada, estas gallinas verdes
nazis, durante dos décadas, sangraron nuestra tierra en beneficio de las
clases dominantes internas, el imperialismo y sus propios intereses de
casta. Abogaron por el predominio de las “fronteras ideológicas” sobre
las fronteras terrestres –teoría que haría sonrojar a Joaquim Silvério
dos Reis– y la necesidad de luchar contra el “enemigo interno”, en este
caso, las fuerzas revolucionarias, democráticas y populares. Decretaron
el nacionalismo subversivo, verás, incluso. Los agentes de esta
dictadura terrorista incendiaron edificios públicos, enviaron cartas
bomba a organizaciones democráticas como la que cobardemente asesinó a
la secretaria de la OAB Lydia Monteiro, atentados con bombas que por sí
solos no lograron matar a cientos o miles de personas, como el
Gasómetro, en el centro de Río de Janeiro y Riocentro, crímenes
ignominiosos hasta hoy encubiertos por el Alto Mando de las Fuerzas
Armadas (ACFA). Han purgado lo mejor de nuestra intelectualidad, han
reducido los salarios. Cuando abandonaron el escenario, entregaron
inflación de tres dígitos, desempleo masivo, una de las mayores deudas
externas del Tercer Mundo, corrupción desenfrenada, además de la también
genocida policía militar (creada, como la conocemos hoy, en 1969) y la
Escuadrones de la muerte. Trabajo nefasto y herencia maldita tan
descaradamente defendida por esta misma casta.
Hoy, 35 años
después, casi 6.000 militares ocupan puestos destacados en el gobierno.
Acumulan privilegios sobre privilegios (reciben además de sus sueldos
los grandes sueldos y bonificaciones de los respectivos cargos
comisionados), nombran familiares, retienen la jubilación plena en la
misma "reforma" previsional que en la práctica imposibilita este trabajo
para los civiles. A cambio, prestan toda su experiencia en gestión de
crisis para lidiar con Covid-19: ocupan el Ministerio de Salud, reprimen
las conferencias de prensa y la difusión de datos, adquieren
existencias de cloroquina, con un precio excesivo, que sería suficiente
para las próximas décadas. , cuando no exista evidencia científica de su
efectividad. En este sentido, Bolsonaro, a través de caminos torcidos,
sigue siendo el espejo de la institución en la que se formó. Está el
gobierno militar de facto de los generales, con capitán de presidente.
Es
decir, siempre hemos dicho que si bien luchan por el golpe
contrarrevolucionario preventivo en curso, el clan Bolsonaro y esta
casta generalata bien pueden lograr la unidad basada en la
contrarrevolución, la naturaleza de ambos, cuyo eje fundamental es
unirse contra la rebelión del masas alrededor del camino que, en este
momento, es el menos costoso políticamente. La revista Piauí, al
entrevistar a cuatro fuentes confidenciales, reveló que Bolsonaro
decidió intervenir contra el Tribunal Supremo Federal el 22 de mayo. El
objetivo era asaltar militarmente, remover a los ministros y nombrar a
otros, de su campo, hasta “restaurar el orden”. Y explicando sus planes a
los generales de Planalto (Walter Braga Netto, Luiz Eduardo Ramos y
Augusto Heleno), obtuvo del segundo apoyo y, del tercero, su peso
calculador: “No es el momento”. Al fin y al cabo, no se trata de si
culminará el golpe, sino de cuándo -como hizo público y patente Eduardo
Bolsonaro- por qué medios y de qué forma resultará el régimen de máxima
centralización del poder en el Ejecutivo. Para calmar a Bolsonaro, los
generales se comprometieron a amenazar duramente a las instituciones
sobre la posibilidad del golpe, a través de la nota emitida a nombre de
Augusto Heleno. Contemporáneo fue el mensaje del general Ramos: “no
estires la cuerda”. Aquí están los defensores de la democracia, suma
suprema de la legalidad, como algunos quieren.
Los crímenes de
lesa humanidad perpetrados en el contexto del régimen militar quedaron
impunes, aunque, según el derecho internacional, son imprescriptibles e
indiferentes a la amnistía. La ferocidad del régimen, que aniquiló
físicamente a toda una generación de cuadros revolucionarios, y su
incomprensión en el camino de la revolución brasileña -que en la
siguiente etapa desbordó en un reformismo grosero- explican, al menos en
parte, la “transición” nefasta que tuvimos. Ahora, más de tres décadas
después, se agregan nuevas cuentas a las antiguas.